ADIÓS A MI MENTOR
Hoy lloro en silencio. No a lágrima viva. Pero sí desde la piedra angular del respeto. Desde la más sentida y profunda consternación. Como se llora a un padre, una madre o a un familiar cercano. A ese referente que, según tus toscas y exiguas entendederas, fue el modelo que más y mejores migas hizo con ese tu otro “yo” más genuino y primitivo. A ese amigo que te tendió la mano cuando más lo necesitabas. Lo cual resulta paradójico, y hasta un tanto atípico. E incluso, si me apuran un poco, hasta un punto descabellado. Sobre todo tratándose de alguien que, maldita mi suerte, no conocí en persona. Pero de alguien que sí se dejó querer, convidándome otrosí a adentrarme en lo más pudoroso y recóndito de su alma. De esa su auténtica esencia filantrópica. Cosa que hizo como nadie, a lo grande y como los grandes genios, a través de su excelsa obra. Y digo yo: ahora quién va a “ponderar” cómo él ponderaba. Porque sí. Para qué vamos a engañarnos. Se puede sopesar, calibrar, equiparar, medir, pesar, confrontar, calcular...Pero no señor, el prefería “ponderar.” Así, como suena. A la chita callando. Como ese niqui al que le cogiste apego porque sabes que te sienta macanudo. Como esa palabra que has hecho tuya a fuerza de usarla. Como ese guiño infalible, difícil de igualar, imitar siquiera, para seducir a una doncella. Con qué sinvergonzonería me voy, ahora, yo, por mi cara bonita, a apropiar de esos términos que a poco son casi como de sus dominios. Suyos hasta la muerte. Y ni siquiera así. Ni aun ahora que ya eres finado, maestro, tendría este menda la desfachatez, la poca delicadeza de arrebatártelos. Y ahora quién va a narrar de esa manera tan tuya, tan sublime y creativa y con ese tu modo tan peculiar de novelar. Quién va a adoptar tu estilo. Qué autor me va a hacer volver la página para saborear cada estrambótico, rocambolesco y nuevo vocablo. Para adivinar dónde acaba la segunda persona y comienza la primera o viceversa. Dónde comienza la exclamación y acaba la interrogación. Por no hablar de la admiración. ¿Admiración? Admiración la que uno siente ante tamaño alarde de genialidad. Helo aquí, sin ir más lejos. Por más que intente uno imitarlo, no consigue acabar un texto sin un mísero signo de interrogación. Qué cómo lo hacía. Pues, departiendo estoy ahora mismo con él. Quizá me lo confie. Allá donde esté. En el Olimpo de los genios. Y ahora quién me va a hacer leer cómo un poseso o como un neurótico obsesivo-compulsivo hasta el punto y seguido siguiente (léase ésta con la oportuna entonación). Claro. Ahora lo entiendo. Para ti todo consistía en un punto y seguido. Siempre. Todo parte de una misma historia, del mismo déjà vu, del mismo cuento entrelazado del nunca acabar. Siempre punto y seguido. Nunca punto y aparte. Y menos punto y final. Del mismo tíovivo de la vida y la muerte. De la cadena trófica. De la ley de Lavoisier: “la energía ni se crea ni se destruye, se transforma.” Es por ello que “debajo de capa vieja habita la sapiencia.” Y es por eso que toda tu energía positiva (aunque algunos discrepen) y todo cuanto consejo me hiciste llegar a través del legado de tus libros, permanecerán por siempre jamás en mi recuerdo, en tu memoria. Pues, de algún modo, no es menos cierto que en mi habita buena parte de aquel Hombre duplicado. Soy uno más de Todos los nombres. Soy, en parte, un todo de ese poco, un poco de esa nada y de alguna manera, la resulta de El evangelio según Jesucristo. También me cegó El ensayo sobre la ceguera, hasta recobrar la tan primordial Lucidez. Y en cierta medida también me hice simpatizante, casi que flirteé, con aquella ingeniosa y mordaz guadaña de las Intermitencias de la muerte. Sí, amigo mío. Tu energía permanecerá por siempre en los Anales y entre las Fuerzas del Universo. Es por eso que este año hice el Camino Francés, desde Roncesvalles, comedida y respetuosamente, en silencio, escuchando las señales, porque creo a ciencia cierta en que esa tu ahora energía atávica también un día se manifestará a través de él. Como ya, con toda claridad, se manifestaron otras muchas genialidades sobre su senda y sobre los vestigios de dicha ruta románica y medieval. Por lo tanto. No me queda otra, maestro: volver a hacerme al Camino para escuchar de nuevo. Para impregnarme del bastión de toda tu sapiencia. Para oir el rumor de tu esencia. Pues, yo, como tú, tampoco “espero nada de la vida, por eso lo tengo todo.” Pues, yo, como tú, también creo a pie juntillas que “lo último que pierde un hombre no es la vida sino la dignidad.” Es por eso que con estas palabras ni persigo la fama ni el reconocimiento, ni tan siquiera promover o posicionar mi blog. Sino soltarlas a la brisa, al relente de la mañana, a ese espacio cósmico e infinitesimal, al silencio imperturbable donde, por siempre, susurrarán los genios.
Hasta siempre, José Saramago (1922-2010)
junio 22, 2010
febrero 27, 2010
Reflexionnes Milenarias
DESDE EL INFRAMUNDO
- Sí sí, claro. Así está chupado – maldijo Adolfo mientras, sorprendido por aquella humillante andanada de golpes, era introducido en la celda a empellones – Así hasta yo soy muy macho. Otro gallo cantaría si nos vieramos tú y yo, a solas, cara a cara, en cualquier descampado y sin la inestimable ayuda de tus esbirros.
- ¿Porqué, eh? Insinuas, acaso, que aquí alguien te ha zurrado – vociferaba el gorilón de paisano a la vez que le propinaba otra serie de golpes, en el pecho y en aquellas partes del cuerpo donde no quedara señales ni secuelas visibles, en tanto otros dos agentes bien uniformados con sus armas reglamentarias asistían impasibles a lo que, en vivo y en directo, saltaba la vista, les resultaba más gratificante y ameno incluso que una función de teatro.
- Ya lo veo, ya. Sois todos muy machos. Pégame más fuerte. Anda, tipo duro. Pero dónde se note. Dónde el médico obtenga un buen indicio y crea conveniente hacerlo constar.
- Pues tócame otra vez los huevos, si te atreves. Si tienes eso que hay que tener: cojones. Y, qué conste, aquí nadie te ha pegado – dijo el musculitos de paisano, en tanto sus bien uniformados secuaces cerraban la celda de castigo. Por supuesto, ahora con otro inquilino.
Exhausto, aunque a tenor de las circunstancias no demasiado, Adolfo se puso en suéter. La verdad es que para su edad, los 54 años que luego confesaría tener, está bastante fórnido y bien podría haberle arreado, de haber correspondido a la agresión como dios manda, cuatro cachetones a aquel chulo putas que lo metió a hostias en la celda. Adolfo cogió la colchoneta, la manta y se tendió en la esquina. Ahí está, ovillado en una manta pestilente y nausebunda. Si es como la mía, rezumando podredumbre. Con ese olor repugnante, azulado y dulzón a meados rancios. En una celda que huele a carroña. Que ni siquiera se han molestado en rociar el suelo cochambroso con un poco de zotal para desinfectarlo, no ya de posibles parásitos, gérmenes y ladillas, sino de un seguro brote de disentería o tuberculosis o paludismo. Porque de hecho, sin ánimos de pronunciarme ni de hacer apología de la xenofobia, en las celdas contiguas acaban de ingresar a los desvaídos y exhalados integrantes de la última (o no sé) quizá la antepenúltima patera que arribó a la isla. Información que a uno le llega, a despecho de hallarnos aquí: incomunicados, aislados, mohínos y más solos y desangelados que la una, a traves de los ecos de unas voces tan débiles y mortecinas como las luces que languidecen entre los claroscuros de estas espeluznantes mazmorras.
Adolfo aún no se ha dirigido a mí. Está ausente, en su esquina, recuperando el tino y el compás de su extenuado equilibrio emocional. Se muestra un tanto desconfiado y ni siquiera se ha dignado mirarme. Soy un ser extraño, desconocido para él. Quizá ambos pensamos los mismo. ¿Será un criminal? ¿De qué coño le habrán acusado? ¿Qué delito habrá cometido para deparar en tan mala suerte? Aún no sé ni su nombre. Pero no tardaré en saberlo. Los caminos del señor son inescrutables. Quien nos lo iba a decir a ambos: que en aquel sitio, en aquel abominable tugurio con hedor a muerte, se iban a encontrar dos seres tan distantes pero a la vez tan unidos por la misma lepra; por el mismo cáncer que está carcomiendo, no sólo nuestros huesos, el suyo y el mío, sino a la cédula de esta irredimible sociedad.
-¿Crees que podría denunciarlo? - fueron sus primeras palabras, al cabo de un buen rato, mostrándome algunos hematomas.
- Tú verás.
- Qué valientes son – dijo- cuando además del poder que el propio Estado les confiere, se ceban con el dolor ajeno y con alguien indefenso.
- Encantado – dije tendiéndole la mano -. ¿Acaso te resististe?
- Para nada. Sólo quería avisar al trabajo y a mi chica por el móvil, pero ya sabes: cómo aquí abajo malamente hay cobertura, lo estrellé contra el suelo de la misma impotencia. De la misma rabia. Y todo por querer cumplir con mi hijo lo que por ley me corresponde. El régimen de visitas, ya sabes, y todo ese rollo macabeo. Porque la custodia, excepto algún que otro remoto e hipotético caso, siempre se la queda la madre.
Y con ello lo que ya es de dominio; el chantaje, la moneda de cambio, el impuesto revolucionario. Me llamo Adolfo, por cierto, perdona. Encantado – dijo Adolfo estrechándome la mano también.
- Mal que bien – intenté minimizar nuestra desgracia –, aunque inútil al cabo, tuvieron la decencia o cuando no la poca verguenza de al menos ofrecerte un conato de llamada telefónica. Esa a la que en teoría tenemos derecho ¿no? Porque conmigo ni siquiera eso. Está claro que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho al honor y a la intimidad personal, los derechos del detenido y todo ese patatín quedan de cojones sobre el papel. Pero...
- Dímelo a mí. Me presenté en esta Comisaría apelando a sus específicas funciones humanitarias, creyéndola al servicio del ciudadano y de la ley, del contribuyente y por lo tanto el gremio que en principio ha de disipar ciertas dudas, velar por y para hacer prevalecer mis derechos; teniéndola por ese inmejorable punto de encuentro donde recoger a mi hijo y al final, mira por dónde, donde vine a parar.
- Supuestamente porque tu ex no estaba por la labor.
- No tanto ella como su nuevo maromo, Guardia Civil, cuyas malévolas intenciones el señor se las acrecente y se las devuelva con la misma puta mala leche que él ha tenido conmigo, sobre todo cuando sea padre y cuando luzca su bonito tricornio como cornamenta.
- No fastidies.
- Cómo lo oyes. Vaya si se presentaron. Los dos. Y antes de que a mí se me pasara por la cabeza, vamos, ni remotamente, emprender tangana o trifulca alguna, arremetieron contra mí como verdaderos salvajes. Yo lo único que hice fue capear el temporal y la lluvia de golpes que ambos me propinaban.
-Pero bueno. Ella mujer y él Guardia Civil...estamos apañados. Desde luego que no te iban a dar la razón. Aunque, por ley, al nene sí le correspondía estar contigo. ¿Cierto?
- Y tanto. Si hasta tenemos un acuerdo mutuo, pasado por los juzgados. Pero ya sabes. Cuando das con este prototipo de gentuza, nausebunda, vulgar y barriobajera que sólo atienden a su egoísmo personal, maldito lo que les importa salvaguardar, ya no mis derechos o los tuyos, sino el sacro derecho que un niño tiene a vivir una vida plena y una infancia medianamente digna y saludable.
- Ahí sí que ha dado usted en la tecla, maese Adolfo.
- Bueno, pero tampoco me trates de usted. Al fin y al cabo, quienquita que sólo sea por esta noche, vamos a estar bien juntitos aquí encerrados.
- Lamentablemente así lo creo. Ojalá mañana, también juntitos, estemos tomando café y leyendo la prensa en la cafetería que hay enfrente a los juzgados. A propósito de la prensa, recuérdame que luego te haga un comentario. De todas formas, a pesar de nuestras respectivas funestas circunstancias, algo me hace regurgitar aquello de que “no hay mal que por bien no venga.” No. Lo digo por eso mismo. Por aquello de tu agradable compañía y toda esa mojiganga. Por lo que a mí respecta, cada vez estoy más convencido de que, no importa el sitio inmundo donde estés, siempre encontrarás a alguien de una calidad humana excelente.
Fue entoces, supongo que alrededor de la media noche, cuando el señor agente que hacía las veces de carcelero nos preguntó si preferíamos la luz apagada o encendida.
- Encendida, un rato más, por favor, señor agente – le dijimos.
Y fue entoces también cuando me apercibí de que a Adolfo le corría dos silenciosos lagrimones por sus mejillas.
- No te preocupes – le tranquilicé -. No te dé ningún tipo de pudor que yo te vea llorar. No en vano, yo mismo acabo de hacerlo un poco antes de que tú entraras en escena e ingresaras en el plantel de este circo romano, y las más de las veces mediático. Solo que a solas. Conmigo mismo. Te aseguro que hasta nuestros más inmediatos cohabitantes, si los hubiere, tuvieron que escuchar los ecos de mis hipidos.
-¿Qué insiabas, antes, sobre la prensa?
- ¡Ah sí! Gracias por recordármelo. Que, precisamente, quería consultar en la prensa la esquela de mi madre. La enterré ayer ¿sabes? O antier. Bueno, ya no sé ni cuando fue. Vivo en Vigo ¿sabes ? Y vine por tres días para enterrarla. De ahí el porqué de beberme las lágrimas como chorros, antes de que tú entraras en escena. Es, bueno era, una buena mujer ¿sabes? Su cuerpo aún ha de estar caliente. Acabo de ver como la sellaban en un nicho de cemento. Es curioso lo eficiente que resulta el albañil con la paleta, aun trabajando bajo la presión de tantos espectadores compungidos. A punto estuve de profanar el silencio. Casi se me escapa un grito desgarrador: “Eh. Qué esa es mi madre. Déjale, al menos, un hueco para que respire. Déjale, si eso, los pies al aire. Qué ella siempre respiró por los pies.” De ahí que antes me bebiera las lágrimas como chorros. Ya no tanto porque el cuerpo de mi madre, aún caliente, esté tapiado en un recoveco de cemento y hormigón por donde le es prácticamente imposible orearse los pies, sino por la similitud de mi (nuestra) situación. Solo que, en mi caso, no sé el tuyo, aún tengo la puta mala suerte de respirar. Por cierto, si te apetece ese bocata, no te cortes. Lo puedes comer. Aunque, en ese sentido, en grosso modo, seguro que te me pareces: “mejor morir de pie que vivir arrodillado ¿no?”
- Sí que es fuerte lo que me cuentas.
- A qué sí. A que parece un guión de película. Pero no. Es real como la vida misma. La historia de mi vida. A propósito, no tomes de esa agua. Porque no es agua. Bueno, fue agua antes. Pero luego usé la botella vacía para mear dentro.
- No te preocupes. Si me dosifico puedo llegar bien a la mañana.
- Ya veo que tienes, además de los nervios de acero, bastante aguante. Por lo demás, Adolfo, no te preocupes. Tú por exceso y yo por defecto, al cabo siempre vamos a pagar los platos rotos. O comernos el marrrón, cómo suele decirse. Tú porque estás muy cerca, en territorio hostil y pisando sobre el mismo campo minado, yo porque en su día decidí poner tierra de por medio, al cabo es la misma vaina. Tú porque tienes dinero, pasas la pensión y yo porque estoy sin blanca y no tengo ni donde caerme muerto, aquí nos vemos agraciados con la suerte del mismo rasero.
- Y que lo digas. Fíjate que ahondando y recapacitando al respecto, a veces pienso que es mejor quedarse sin trabajo. No me extraña. Así estamos a la cola del paro y de Europa. Casi a la altura de Grecia. Si no somos nadie. Sólo carne de cañón.
- Del pico de la lengua me lo acabas de quitar. Esto ya se ha convertido en un mercadeo barato, cuando no en un circo mediático. Si sólo se tratara de las infracciones de tráfico, y el cupo mínimo que a cada agente se le exige rellenar a destajo por cada una de sus cicateras jornada laborales, hasta es comprensible en cieto modo. Pero lo demás ya pasa de castaño oscuro. Vaya a ser que también anden tras un cupo mínimo de maltratadores que, forzosamente, tengan que rellenar los calabozos de cualquier Comisaría Inmunda y agotar el plazo máximo de de las 72 horas que contempla la ley a tal efecto.
- No te extrañe.
- Para nada.
- Por esa regla de tres, Adolfo, mi amigo del alma, y siguiendo aquella premisa de Groucho Marx: si “inteligencia militar son términos contradictorios”, bien podríamos decantarnos, perfectamente además, por aseverar que Orden de Alejamiento y Busca y Captura no lo son menos. Heme aquí, sin ir más lejos.
- En fin. Adónde iremos a parar.
- Eso. Dónde iremos a parar.
- Intentemos dormir un rato. Mañana será otro día.
- Eso. Mañana será otro día.
- Sí sí, claro. Así está chupado – maldijo Adolfo mientras, sorprendido por aquella humillante andanada de golpes, era introducido en la celda a empellones – Así hasta yo soy muy macho. Otro gallo cantaría si nos vieramos tú y yo, a solas, cara a cara, en cualquier descampado y sin la inestimable ayuda de tus esbirros.
- ¿Porqué, eh? Insinuas, acaso, que aquí alguien te ha zurrado – vociferaba el gorilón de paisano a la vez que le propinaba otra serie de golpes, en el pecho y en aquellas partes del cuerpo donde no quedara señales ni secuelas visibles, en tanto otros dos agentes bien uniformados con sus armas reglamentarias asistían impasibles a lo que, en vivo y en directo, saltaba la vista, les resultaba más gratificante y ameno incluso que una función de teatro.
- Ya lo veo, ya. Sois todos muy machos. Pégame más fuerte. Anda, tipo duro. Pero dónde se note. Dónde el médico obtenga un buen indicio y crea conveniente hacerlo constar.
- Pues tócame otra vez los huevos, si te atreves. Si tienes eso que hay que tener: cojones. Y, qué conste, aquí nadie te ha pegado – dijo el musculitos de paisano, en tanto sus bien uniformados secuaces cerraban la celda de castigo. Por supuesto, ahora con otro inquilino.
Exhausto, aunque a tenor de las circunstancias no demasiado, Adolfo se puso en suéter. La verdad es que para su edad, los 54 años que luego confesaría tener, está bastante fórnido y bien podría haberle arreado, de haber correspondido a la agresión como dios manda, cuatro cachetones a aquel chulo putas que lo metió a hostias en la celda. Adolfo cogió la colchoneta, la manta y se tendió en la esquina. Ahí está, ovillado en una manta pestilente y nausebunda. Si es como la mía, rezumando podredumbre. Con ese olor repugnante, azulado y dulzón a meados rancios. En una celda que huele a carroña. Que ni siquiera se han molestado en rociar el suelo cochambroso con un poco de zotal para desinfectarlo, no ya de posibles parásitos, gérmenes y ladillas, sino de un seguro brote de disentería o tuberculosis o paludismo. Porque de hecho, sin ánimos de pronunciarme ni de hacer apología de la xenofobia, en las celdas contiguas acaban de ingresar a los desvaídos y exhalados integrantes de la última (o no sé) quizá la antepenúltima patera que arribó a la isla. Información que a uno le llega, a despecho de hallarnos aquí: incomunicados, aislados, mohínos y más solos y desangelados que la una, a traves de los ecos de unas voces tan débiles y mortecinas como las luces que languidecen entre los claroscuros de estas espeluznantes mazmorras.
Adolfo aún no se ha dirigido a mí. Está ausente, en su esquina, recuperando el tino y el compás de su extenuado equilibrio emocional. Se muestra un tanto desconfiado y ni siquiera se ha dignado mirarme. Soy un ser extraño, desconocido para él. Quizá ambos pensamos los mismo. ¿Será un criminal? ¿De qué coño le habrán acusado? ¿Qué delito habrá cometido para deparar en tan mala suerte? Aún no sé ni su nombre. Pero no tardaré en saberlo. Los caminos del señor son inescrutables. Quien nos lo iba a decir a ambos: que en aquel sitio, en aquel abominable tugurio con hedor a muerte, se iban a encontrar dos seres tan distantes pero a la vez tan unidos por la misma lepra; por el mismo cáncer que está carcomiendo, no sólo nuestros huesos, el suyo y el mío, sino a la cédula de esta irredimible sociedad.
-¿Crees que podría denunciarlo? - fueron sus primeras palabras, al cabo de un buen rato, mostrándome algunos hematomas.
- Tú verás.
- Qué valientes son – dijo- cuando además del poder que el propio Estado les confiere, se ceban con el dolor ajeno y con alguien indefenso.
- Encantado – dije tendiéndole la mano -. ¿Acaso te resististe?
- Para nada. Sólo quería avisar al trabajo y a mi chica por el móvil, pero ya sabes: cómo aquí abajo malamente hay cobertura, lo estrellé contra el suelo de la misma impotencia. De la misma rabia. Y todo por querer cumplir con mi hijo lo que por ley me corresponde. El régimen de visitas, ya sabes, y todo ese rollo macabeo. Porque la custodia, excepto algún que otro remoto e hipotético caso, siempre se la queda la madre.
Y con ello lo que ya es de dominio; el chantaje, la moneda de cambio, el impuesto revolucionario. Me llamo Adolfo, por cierto, perdona. Encantado – dijo Adolfo estrechándome la mano también.
- Mal que bien – intenté minimizar nuestra desgracia –, aunque inútil al cabo, tuvieron la decencia o cuando no la poca verguenza de al menos ofrecerte un conato de llamada telefónica. Esa a la que en teoría tenemos derecho ¿no? Porque conmigo ni siquiera eso. Está claro que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho al honor y a la intimidad personal, los derechos del detenido y todo ese patatín quedan de cojones sobre el papel. Pero...
- Dímelo a mí. Me presenté en esta Comisaría apelando a sus específicas funciones humanitarias, creyéndola al servicio del ciudadano y de la ley, del contribuyente y por lo tanto el gremio que en principio ha de disipar ciertas dudas, velar por y para hacer prevalecer mis derechos; teniéndola por ese inmejorable punto de encuentro donde recoger a mi hijo y al final, mira por dónde, donde vine a parar.
- Supuestamente porque tu ex no estaba por la labor.
- No tanto ella como su nuevo maromo, Guardia Civil, cuyas malévolas intenciones el señor se las acrecente y se las devuelva con la misma puta mala leche que él ha tenido conmigo, sobre todo cuando sea padre y cuando luzca su bonito tricornio como cornamenta.
- No fastidies.
- Cómo lo oyes. Vaya si se presentaron. Los dos. Y antes de que a mí se me pasara por la cabeza, vamos, ni remotamente, emprender tangana o trifulca alguna, arremetieron contra mí como verdaderos salvajes. Yo lo único que hice fue capear el temporal y la lluvia de golpes que ambos me propinaban.
-Pero bueno. Ella mujer y él Guardia Civil...estamos apañados. Desde luego que no te iban a dar la razón. Aunque, por ley, al nene sí le correspondía estar contigo. ¿Cierto?
- Y tanto. Si hasta tenemos un acuerdo mutuo, pasado por los juzgados. Pero ya sabes. Cuando das con este prototipo de gentuza, nausebunda, vulgar y barriobajera que sólo atienden a su egoísmo personal, maldito lo que les importa salvaguardar, ya no mis derechos o los tuyos, sino el sacro derecho que un niño tiene a vivir una vida plena y una infancia medianamente digna y saludable.
- Ahí sí que ha dado usted en la tecla, maese Adolfo.
- Bueno, pero tampoco me trates de usted. Al fin y al cabo, quienquita que sólo sea por esta noche, vamos a estar bien juntitos aquí encerrados.
- Lamentablemente así lo creo. Ojalá mañana, también juntitos, estemos tomando café y leyendo la prensa en la cafetería que hay enfrente a los juzgados. A propósito de la prensa, recuérdame que luego te haga un comentario. De todas formas, a pesar de nuestras respectivas funestas circunstancias, algo me hace regurgitar aquello de que “no hay mal que por bien no venga.” No. Lo digo por eso mismo. Por aquello de tu agradable compañía y toda esa mojiganga. Por lo que a mí respecta, cada vez estoy más convencido de que, no importa el sitio inmundo donde estés, siempre encontrarás a alguien de una calidad humana excelente.
Fue entoces, supongo que alrededor de la media noche, cuando el señor agente que hacía las veces de carcelero nos preguntó si preferíamos la luz apagada o encendida.
- Encendida, un rato más, por favor, señor agente – le dijimos.
Y fue entoces también cuando me apercibí de que a Adolfo le corría dos silenciosos lagrimones por sus mejillas.
- No te preocupes – le tranquilicé -. No te dé ningún tipo de pudor que yo te vea llorar. No en vano, yo mismo acabo de hacerlo un poco antes de que tú entraras en escena e ingresaras en el plantel de este circo romano, y las más de las veces mediático. Solo que a solas. Conmigo mismo. Te aseguro que hasta nuestros más inmediatos cohabitantes, si los hubiere, tuvieron que escuchar los ecos de mis hipidos.
-¿Qué insiabas, antes, sobre la prensa?
- ¡Ah sí! Gracias por recordármelo. Que, precisamente, quería consultar en la prensa la esquela de mi madre. La enterré ayer ¿sabes? O antier. Bueno, ya no sé ni cuando fue. Vivo en Vigo ¿sabes ? Y vine por tres días para enterrarla. De ahí el porqué de beberme las lágrimas como chorros, antes de que tú entraras en escena. Es, bueno era, una buena mujer ¿sabes? Su cuerpo aún ha de estar caliente. Acabo de ver como la sellaban en un nicho de cemento. Es curioso lo eficiente que resulta el albañil con la paleta, aun trabajando bajo la presión de tantos espectadores compungidos. A punto estuve de profanar el silencio. Casi se me escapa un grito desgarrador: “Eh. Qué esa es mi madre. Déjale, al menos, un hueco para que respire. Déjale, si eso, los pies al aire. Qué ella siempre respiró por los pies.” De ahí que antes me bebiera las lágrimas como chorros. Ya no tanto porque el cuerpo de mi madre, aún caliente, esté tapiado en un recoveco de cemento y hormigón por donde le es prácticamente imposible orearse los pies, sino por la similitud de mi (nuestra) situación. Solo que, en mi caso, no sé el tuyo, aún tengo la puta mala suerte de respirar. Por cierto, si te apetece ese bocata, no te cortes. Lo puedes comer. Aunque, en ese sentido, en grosso modo, seguro que te me pareces: “mejor morir de pie que vivir arrodillado ¿no?”
- Sí que es fuerte lo que me cuentas.
- A qué sí. A que parece un guión de película. Pero no. Es real como la vida misma. La historia de mi vida. A propósito, no tomes de esa agua. Porque no es agua. Bueno, fue agua antes. Pero luego usé la botella vacía para mear dentro.
- No te preocupes. Si me dosifico puedo llegar bien a la mañana.
- Ya veo que tienes, además de los nervios de acero, bastante aguante. Por lo demás, Adolfo, no te preocupes. Tú por exceso y yo por defecto, al cabo siempre vamos a pagar los platos rotos. O comernos el marrrón, cómo suele decirse. Tú porque estás muy cerca, en territorio hostil y pisando sobre el mismo campo minado, yo porque en su día decidí poner tierra de por medio, al cabo es la misma vaina. Tú porque tienes dinero, pasas la pensión y yo porque estoy sin blanca y no tengo ni donde caerme muerto, aquí nos vemos agraciados con la suerte del mismo rasero.
- Y que lo digas. Fíjate que ahondando y recapacitando al respecto, a veces pienso que es mejor quedarse sin trabajo. No me extraña. Así estamos a la cola del paro y de Europa. Casi a la altura de Grecia. Si no somos nadie. Sólo carne de cañón.
- Del pico de la lengua me lo acabas de quitar. Esto ya se ha convertido en un mercadeo barato, cuando no en un circo mediático. Si sólo se tratara de las infracciones de tráfico, y el cupo mínimo que a cada agente se le exige rellenar a destajo por cada una de sus cicateras jornada laborales, hasta es comprensible en cieto modo. Pero lo demás ya pasa de castaño oscuro. Vaya a ser que también anden tras un cupo mínimo de maltratadores que, forzosamente, tengan que rellenar los calabozos de cualquier Comisaría Inmunda y agotar el plazo máximo de de las 72 horas que contempla la ley a tal efecto.
- No te extrañe.
- Para nada.
- Por esa regla de tres, Adolfo, mi amigo del alma, y siguiendo aquella premisa de Groucho Marx: si “inteligencia militar son términos contradictorios”, bien podríamos decantarnos, perfectamente además, por aseverar que Orden de Alejamiento y Busca y Captura no lo son menos. Heme aquí, sin ir más lejos.
- En fin. Adónde iremos a parar.
- Eso. Dónde iremos a parar.
- Intentemos dormir un rato. Mañana será otro día.
- Eso. Mañana será otro día.
febrero 26, 2010
DESDE EL INFRAMUNDO
DESDE EL INFRAMUNDO
- Sí sí, claro. Así está chupado – maldijo Adolfo mientras, sorprendido por aquella humillante andanada de golpes, era introducido en la celda a empellones – Así hasta yo soy muy macho. Otro gallo cantaría si nos vieramos tú y yo, a solas, cara a cara, en cualquier descampado y sin la inestimable ayuda de tus esbirros.
- ¿Porqué, eh? Insinuas, acaso, que aquí alguien te ha zurrado – vociferaba el gorilón de paisano a la vez que le propinaba otra serie de golpes, en el pecho y en aquellas partes del cuerpo donde no quedara señales ni secuelas visibles, en tanto otros dos agentes bien uniformados con sus armas reglamentarias asistían impasibles a lo que, en vivo y en directo, saltaba la vista, les resultaba más gratificante y ameno incluso que una función de teatro.
- Ya lo veo, ya. Sois todos muy machos. Pégame más fuerte. Anda, tipo duro. Pero dónde se note. Dónde el médico obtenga un buen indicio y crea conveniente hacerlo constar.
- Pues tócame otra vez los huevos, si te atreves. Si tienes eso que hay que tener: cojones. Y, qué conste, aquí nadie te ha pegado – dijo el musculitos de paisano, en tanto sus bien uniformados secuaces cerraban la celda de castigo. Por supuesto, ahora con otro inquilino.
Exhausto, aunque a tenor de las circunstancias no demasiado, Adolfo se puso en suéter. La verdad es que para su edad, los 54 años que luego confesaría tener, está bastante fórnido y bien podría haberle arreado, de haber correspondido a la agresión como dios manda, cuatro cachetones a aquel chulo putas que lo metió a hostias en la celda. Adolfo cogió la colchoneta, la manta y se tendió en la esquina. Ahí está, ovillado en una manta pestilente y nausebunda. Si es como la mía, rezumando podredumbre. Con ese olor repugnante, azulado y dulzón a meados rancios. En una celda que huele a carroña. Que ni siquiera se han molestado en rociar el suelo cochambroso con un poco de zotal para desinfectarlo, no ya de posibles parásitos, gérmenes y ladillas, sino de un seguro brote de disentería o tuberculosis o paludismo. Porque de hecho, sin ánimos de pronunciarme ni de hacer apología de la xenofobia, en las celdas contiguas acaban de ingresar a los desvaídos y exhalados integrantes de la última (o no sé) quizá la antepenúltima patera que arribó a la isla. Información que a uno le llega, a despecho de hallarnos aquí: incomunicados, aislados, mohínos y más solos y desangelados que la una, a traves de los ecos de unas voces tan débiles y mortecinas como las luces que languidecen entre los claroscuros de estas espeluznantes mazmorras.
Adolfo aún no se ha dirigido a mí. Está ausente, en su esquina, recuperando el tino y el compás de su extenuado equilibrio emocional. Se muestra un tanto desconfiado y ni siquiera se ha dignado mirarme. Soy un ser extraño, desconocido para él. Quizá ambos pensamos los mismo. ¿Será un criminal? ¿De qué coño le habrán acusado? ¿Qué delito habrá cometido para deparar en tan mala suerte? Aún no sé ni su nombre. Pero no tardaré en saberlo. Los caminos del señor son inescrutables. Quien nos lo iba a decir a ambos: que en aquel sitio, en aquel abominable tugurio con hedor a muerte, se iban a encontrar dos seres tan distantes pero a la vez tan unidos por la misma lepra; por el mismo cáncer que está carcomiendo, no sólo nuestros huesos, el suyo y el mío, sino a la cédula de esta irredimible sociedad.
-¿Crees que podría denunciarlo? - fueron sus primeras palabras, al cabo de un buen rato, mostrándome algunos hematomas.
- Tú verás.
- Qué valientes son – dijo- cuando además del poder que el propio Estado les confiere, se ceban con el dolor ajeno y con alguien indefenso.
- Encantado – dije tendiéndole la mano -. ¿Acaso te resististe?
- Para nada. Sólo quería avisar al trabajo y a mi chica por el móvil, pero ya sabes: cómo aquí abajo malamente hay cobertura, lo estrellé contra el suelo de la misma impotencia. De la misma rabia. Y todo por querer cumplir con mi hijo lo que por ley me corresponde. El régimen de visitas, ya sabes, y todo ese rollo macabeo. Porque la custodia, excepto algún que otro remoto e hipotético caso, siempre se la queda la madre.
Y con ello lo que ya es de dominio; el chantaje, la moneda de cambio, el impuesto revolucionario. Me llamo Adolfo, por cierto, perdona. Encantado – dijo Adolfo estrechándome la mano también.
- Mal que bien – intenté minimizar nuestra desgracia –, aunque inútil al cabo, tuvieron la decencia o cuando no la poca verguenza de al menos ofrecerte un conato de llamada telefónica. Esa a la que en teoría tenemos derecho ¿no? Porque conmigo ni siquiera eso. Está claro que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho al honor y a la intimidad personal, los derechos del detenido y todo ese patatín quedan de cojones sobre el papel. Pero...
- Dímelo a mí. Me presenté en esta Comisaría apelando a sus específicas funciones humanitarias, creyéndola al servicio del ciudadano y de la ley, del contribuyente y por lo tanto el gremio que en principio ha de disipar ciertas dudas, velar por y para hacer prevalecer mis derechos; teniéndola por ese inmejorable punto de encuentro donde recoger a mi hijo y al final, mira por dónde, donde vine a parar.
- Supuestamente porque tu ex no estaba por la labor.
- No tanto ella como su nuevo maromo, Guardia Civil, cuyas malévolas intenciones el señor se las acrecente y se las devuelva con la misma puta mala leche que él ha tenido conmigo, sobre todo cuando sea padre y cuando luzca su bonito tricornio como cornamenta.
- No fastidies.
- Cómo lo oyes. Vaya si se presentaron. Los dos. Y antes de que a mí se me pasara por la cabeza, vamos, ni remotamente, emprender tangana o trifulca alguna, arremetieron contra mí como verdaderos salvajes. Yo lo único que hice fue capear el temporal y la lluvia de golpes que ambos me propinaban.
-Pero bueno. Ella mujer y él Guardia Civil...estamos apañados. Desde luego que no te iban a dar la razón. Aunque, por ley, al nene sí le correspondía estar contigo. ¿Cierto?
- Y tanto. Si hasta tenemos un acuerdo mutuo, pasado por los juzgados. Pero ya sabes. Cuando das con este prototipo de gentuza, nausebunda, vulgar y barriobajera que sólo atienden a su egoísmo personal, maldito lo que les importa salvaguardar, ya no mis derechos o los tuyos, sino el sacro derecho que un niño tiene a vivir una vida plena y una infancia medianamente digna y saludable.
- Ahí sí que ha dado usted en la tecla, maese Adolfo.
- Bueno, pero tampoco me trates de usted. Al fin y al cabo, quienquita que sólo sea por esta noche, vamos a estar bien juntitos aquí encerrados.
- Lamentablemente así lo creo. Ojalá mañana, también juntitos, estemos tomando café y leyendo la prensa en la cafetería que hay enfrente a los juzgados. A propósito de la prensa, recuérdame que luego te haga un comentario. De todas formas, a pesar de nuestras respectivas funestas circunstancias, algo me hace regurgitar aquello de que “no hay mal que por bien no venga.” No. Lo digo por eso mismo. Por aquello de tu agradable compañía y toda esa mojiganga. Por lo que a mí respecta, cada vez estoy más convencido de que, no importa el sitio inmundo donde estés, siempre encontrarás a alguien de una calidad humana excelente.
Fue entoces, supongo que alrededor de la media noche, cuando el señor agente que hacía las veces de carcelero nos preguntó si preferíamos la luz apagada o encendida.
- Encendida, un rato más, por favor, señor agente – le dijimos.
Y fue entoces también cuando me apercibí de que a Adolfo le corría dos silenciosos lagrimones por sus mejillas.
- No te preocupes – le tranquilicé -. No te dé ningún tipo de pudor que yo te vea llorar. No en vano, yo mismo acabo de hacerlo un poco antes de que tú entraras en escena e ingresaras en el plantel de este circo romano, y las más de las veces mediático. Solo que a solas. Conmigo mismo. Te aseguro que hasta nuestros más inmediatos cohabitantes, si los hubiere, tuvieron que escuchar los ecos de mis hipidos.
-¿Qué insiabas, antes, sobre la prensa?
- ¡Ah sí! Gracias por recordármelo. Que, precisamente, quería consultar en la prensa la esquela de mi madre. La enterré ayer ¿sabes? O antier. Bueno, ya no sé ni cuando fue. Vivo en Vigo ¿sabes ? Y vine por tres días para enterrarla. De ahí el porqué de beberme las lágrimas como chorros, antes de que tú entraras en escena. Es, bueno era, una buena mujer ¿sabes? Su cuerpo aún ha de estar caliente. Acabo de ver como la sellaban en un nicho de cemento. Es curioso lo eficiente que resulta el albañil con la paleta, aun trabajando bajo la presión de tantos espectadores compungidos. A punto estuve de profanar el silencio. Casi se me escapa un grito desgarrador: “Eh. Qué esa es mi madre. Déjale, al menos, un hueco para que respire. Déjale, si eso, los pies al aire. Qué ella siempre respiró por los pies.” De ahí que antes me bebiera las lágrimas como chorros. Ya no tanto porque el cuerpo de mi madre, aún caliente, esté tapiado en un recoveco de cemento y hormigón por donde le es prácticamente imposible orearse los pies, sino por la similitud de mi (nuestra) situación. Solo que, en mi caso, no sé el tuyo, aún tengo la puta mala suerte de respirar. Por cierto, si te apetece ese bocata, no te cortes. Lo puedes comer. Aunque, en ese sentido, en grosso modo, seguro que te me pareces: “mejor morir de pie que vivir arrodillado ¿no?”
- Sí que es fuerte lo que me cuentas.
- A qué sí. A que parece un guión de película. Pero no. Es real como la vida misma. La historia de mi vida. A propósito, no tomes de esa agua. Porque no es agua. Bueno, fue agua antes. Pero luego usé la botella vacía para mear dentro.
- No te preocupes. Si me dosifico puedo llegar bien a la mañana.
- Ya veo que tienes, además de los nervios de acero, bastante aguante. Por lo demás, Adolfo, no te preocupes. Tú por exceso y yo por defecto, al cabo siempre vamos a pagar los platos rotos. O comernos el marrrón, cómo suele decirse. Tú porque estás muy cerca, en territorio hostil y pisando sobre el mismo campo minado, yo porque en su día decidí poner tierra de por medio, al cabo es la misma vaina. Tú porque tienes dinero, pasas la pensión y yo porque estoy sin blanca y no tengo ni donde caerme muerto, aquí nos vemos agraciados con la suerte del mismo rasero.
- Y que lo digas. Fíjate que ahondando y recapacitando al respecto, a veces pienso que es mejor quedarse sin trabajo. No me extraña. Así estamos a la cola del paro y de Europa. Casi a la altura de Grecia. Si no somos nadie. Sólo carne de cañón.
- Del pico de la lengua me lo acabas de quitar. Esto ya se ha convertido en un mercadeo barato, cuando no en un circo mediático. Si sólo se tratara de las infracciones de tráfico, y el cupo mínimo que a cada agente se le exige rellenar a destajo por cada una de sus cicateras jornada laborales, hasta es comprensible en cieto modo. Pero lo demás ya pasa de castaño oscuro. Vaya a ser que también anden tras un cupo mínimo de maltratadores que, forzosamente, tengan que rellenar los calabozos de cualquier Comisaría Inmunda y agotar el plazo máximo de de las 72 horas que contempla la ley a tal efecto.
- No te extrañe.
- Para nada.
- Por esa regla de tres, Adolfo, mi amigo del alma, y siguiendo aquella premisa de Groucho Marx: si “inteligencia militar son términos contradictorios”, bien podríamos decantarnos, perfectamente además, por aseverar que Orden de Alejamiento y Busca y Captura no lo son menos. Heme aquí, sin ir más lejos.
- En fin. Adónde iremos a parar.
- Eso. Dónde iremos a parar.
- Intentemos dormir un rato. Mañana será otro día.
- Eso. Mañana será otro día.
- Sí sí, claro. Así está chupado – maldijo Adolfo mientras, sorprendido por aquella humillante andanada de golpes, era introducido en la celda a empellones – Así hasta yo soy muy macho. Otro gallo cantaría si nos vieramos tú y yo, a solas, cara a cara, en cualquier descampado y sin la inestimable ayuda de tus esbirros.
- ¿Porqué, eh? Insinuas, acaso, que aquí alguien te ha zurrado – vociferaba el gorilón de paisano a la vez que le propinaba otra serie de golpes, en el pecho y en aquellas partes del cuerpo donde no quedara señales ni secuelas visibles, en tanto otros dos agentes bien uniformados con sus armas reglamentarias asistían impasibles a lo que, en vivo y en directo, saltaba la vista, les resultaba más gratificante y ameno incluso que una función de teatro.
- Ya lo veo, ya. Sois todos muy machos. Pégame más fuerte. Anda, tipo duro. Pero dónde se note. Dónde el médico obtenga un buen indicio y crea conveniente hacerlo constar.
- Pues tócame otra vez los huevos, si te atreves. Si tienes eso que hay que tener: cojones. Y, qué conste, aquí nadie te ha pegado – dijo el musculitos de paisano, en tanto sus bien uniformados secuaces cerraban la celda de castigo. Por supuesto, ahora con otro inquilino.
Exhausto, aunque a tenor de las circunstancias no demasiado, Adolfo se puso en suéter. La verdad es que para su edad, los 54 años que luego confesaría tener, está bastante fórnido y bien podría haberle arreado, de haber correspondido a la agresión como dios manda, cuatro cachetones a aquel chulo putas que lo metió a hostias en la celda. Adolfo cogió la colchoneta, la manta y se tendió en la esquina. Ahí está, ovillado en una manta pestilente y nausebunda. Si es como la mía, rezumando podredumbre. Con ese olor repugnante, azulado y dulzón a meados rancios. En una celda que huele a carroña. Que ni siquiera se han molestado en rociar el suelo cochambroso con un poco de zotal para desinfectarlo, no ya de posibles parásitos, gérmenes y ladillas, sino de un seguro brote de disentería o tuberculosis o paludismo. Porque de hecho, sin ánimos de pronunciarme ni de hacer apología de la xenofobia, en las celdas contiguas acaban de ingresar a los desvaídos y exhalados integrantes de la última (o no sé) quizá la antepenúltima patera que arribó a la isla. Información que a uno le llega, a despecho de hallarnos aquí: incomunicados, aislados, mohínos y más solos y desangelados que la una, a traves de los ecos de unas voces tan débiles y mortecinas como las luces que languidecen entre los claroscuros de estas espeluznantes mazmorras.
Adolfo aún no se ha dirigido a mí. Está ausente, en su esquina, recuperando el tino y el compás de su extenuado equilibrio emocional. Se muestra un tanto desconfiado y ni siquiera se ha dignado mirarme. Soy un ser extraño, desconocido para él. Quizá ambos pensamos los mismo. ¿Será un criminal? ¿De qué coño le habrán acusado? ¿Qué delito habrá cometido para deparar en tan mala suerte? Aún no sé ni su nombre. Pero no tardaré en saberlo. Los caminos del señor son inescrutables. Quien nos lo iba a decir a ambos: que en aquel sitio, en aquel abominable tugurio con hedor a muerte, se iban a encontrar dos seres tan distantes pero a la vez tan unidos por la misma lepra; por el mismo cáncer que está carcomiendo, no sólo nuestros huesos, el suyo y el mío, sino a la cédula de esta irredimible sociedad.
-¿Crees que podría denunciarlo? - fueron sus primeras palabras, al cabo de un buen rato, mostrándome algunos hematomas.
- Tú verás.
- Qué valientes son – dijo- cuando además del poder que el propio Estado les confiere, se ceban con el dolor ajeno y con alguien indefenso.
- Encantado – dije tendiéndole la mano -. ¿Acaso te resististe?
- Para nada. Sólo quería avisar al trabajo y a mi chica por el móvil, pero ya sabes: cómo aquí abajo malamente hay cobertura, lo estrellé contra el suelo de la misma impotencia. De la misma rabia. Y todo por querer cumplir con mi hijo lo que por ley me corresponde. El régimen de visitas, ya sabes, y todo ese rollo macabeo. Porque la custodia, excepto algún que otro remoto e hipotético caso, siempre se la queda la madre.
Y con ello lo que ya es de dominio; el chantaje, la moneda de cambio, el impuesto revolucionario. Me llamo Adolfo, por cierto, perdona. Encantado – dijo Adolfo estrechándome la mano también.
- Mal que bien – intenté minimizar nuestra desgracia –, aunque inútil al cabo, tuvieron la decencia o cuando no la poca verguenza de al menos ofrecerte un conato de llamada telefónica. Esa a la que en teoría tenemos derecho ¿no? Porque conmigo ni siquiera eso. Está claro que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho al honor y a la intimidad personal, los derechos del detenido y todo ese patatín quedan de cojones sobre el papel. Pero...
- Dímelo a mí. Me presenté en esta Comisaría apelando a sus específicas funciones humanitarias, creyéndola al servicio del ciudadano y de la ley, del contribuyente y por lo tanto el gremio que en principio ha de disipar ciertas dudas, velar por y para hacer prevalecer mis derechos; teniéndola por ese inmejorable punto de encuentro donde recoger a mi hijo y al final, mira por dónde, donde vine a parar.
- Supuestamente porque tu ex no estaba por la labor.
- No tanto ella como su nuevo maromo, Guardia Civil, cuyas malévolas intenciones el señor se las acrecente y se las devuelva con la misma puta mala leche que él ha tenido conmigo, sobre todo cuando sea padre y cuando luzca su bonito tricornio como cornamenta.
- No fastidies.
- Cómo lo oyes. Vaya si se presentaron. Los dos. Y antes de que a mí se me pasara por la cabeza, vamos, ni remotamente, emprender tangana o trifulca alguna, arremetieron contra mí como verdaderos salvajes. Yo lo único que hice fue capear el temporal y la lluvia de golpes que ambos me propinaban.
-Pero bueno. Ella mujer y él Guardia Civil...estamos apañados. Desde luego que no te iban a dar la razón. Aunque, por ley, al nene sí le correspondía estar contigo. ¿Cierto?
- Y tanto. Si hasta tenemos un acuerdo mutuo, pasado por los juzgados. Pero ya sabes. Cuando das con este prototipo de gentuza, nausebunda, vulgar y barriobajera que sólo atienden a su egoísmo personal, maldito lo que les importa salvaguardar, ya no mis derechos o los tuyos, sino el sacro derecho que un niño tiene a vivir una vida plena y una infancia medianamente digna y saludable.
- Ahí sí que ha dado usted en la tecla, maese Adolfo.
- Bueno, pero tampoco me trates de usted. Al fin y al cabo, quienquita que sólo sea por esta noche, vamos a estar bien juntitos aquí encerrados.
- Lamentablemente así lo creo. Ojalá mañana, también juntitos, estemos tomando café y leyendo la prensa en la cafetería que hay enfrente a los juzgados. A propósito de la prensa, recuérdame que luego te haga un comentario. De todas formas, a pesar de nuestras respectivas funestas circunstancias, algo me hace regurgitar aquello de que “no hay mal que por bien no venga.” No. Lo digo por eso mismo. Por aquello de tu agradable compañía y toda esa mojiganga. Por lo que a mí respecta, cada vez estoy más convencido de que, no importa el sitio inmundo donde estés, siempre encontrarás a alguien de una calidad humana excelente.
Fue entoces, supongo que alrededor de la media noche, cuando el señor agente que hacía las veces de carcelero nos preguntó si preferíamos la luz apagada o encendida.
- Encendida, un rato más, por favor, señor agente – le dijimos.
Y fue entoces también cuando me apercibí de que a Adolfo le corría dos silenciosos lagrimones por sus mejillas.
- No te preocupes – le tranquilicé -. No te dé ningún tipo de pudor que yo te vea llorar. No en vano, yo mismo acabo de hacerlo un poco antes de que tú entraras en escena e ingresaras en el plantel de este circo romano, y las más de las veces mediático. Solo que a solas. Conmigo mismo. Te aseguro que hasta nuestros más inmediatos cohabitantes, si los hubiere, tuvieron que escuchar los ecos de mis hipidos.
-¿Qué insiabas, antes, sobre la prensa?
- ¡Ah sí! Gracias por recordármelo. Que, precisamente, quería consultar en la prensa la esquela de mi madre. La enterré ayer ¿sabes? O antier. Bueno, ya no sé ni cuando fue. Vivo en Vigo ¿sabes ? Y vine por tres días para enterrarla. De ahí el porqué de beberme las lágrimas como chorros, antes de que tú entraras en escena. Es, bueno era, una buena mujer ¿sabes? Su cuerpo aún ha de estar caliente. Acabo de ver como la sellaban en un nicho de cemento. Es curioso lo eficiente que resulta el albañil con la paleta, aun trabajando bajo la presión de tantos espectadores compungidos. A punto estuve de profanar el silencio. Casi se me escapa un grito desgarrador: “Eh. Qué esa es mi madre. Déjale, al menos, un hueco para que respire. Déjale, si eso, los pies al aire. Qué ella siempre respiró por los pies.” De ahí que antes me bebiera las lágrimas como chorros. Ya no tanto porque el cuerpo de mi madre, aún caliente, esté tapiado en un recoveco de cemento y hormigón por donde le es prácticamente imposible orearse los pies, sino por la similitud de mi (nuestra) situación. Solo que, en mi caso, no sé el tuyo, aún tengo la puta mala suerte de respirar. Por cierto, si te apetece ese bocata, no te cortes. Lo puedes comer. Aunque, en ese sentido, en grosso modo, seguro que te me pareces: “mejor morir de pie que vivir arrodillado ¿no?”
- Sí que es fuerte lo que me cuentas.
- A qué sí. A que parece un guión de película. Pero no. Es real como la vida misma. La historia de mi vida. A propósito, no tomes de esa agua. Porque no es agua. Bueno, fue agua antes. Pero luego usé la botella vacía para mear dentro.
- No te preocupes. Si me dosifico puedo llegar bien a la mañana.
- Ya veo que tienes, además de los nervios de acero, bastante aguante. Por lo demás, Adolfo, no te preocupes. Tú por exceso y yo por defecto, al cabo siempre vamos a pagar los platos rotos. O comernos el marrrón, cómo suele decirse. Tú porque estás muy cerca, en territorio hostil y pisando sobre el mismo campo minado, yo porque en su día decidí poner tierra de por medio, al cabo es la misma vaina. Tú porque tienes dinero, pasas la pensión y yo porque estoy sin blanca y no tengo ni donde caerme muerto, aquí nos vemos agraciados con la suerte del mismo rasero.
- Y que lo digas. Fíjate que ahondando y recapacitando al respecto, a veces pienso que es mejor quedarse sin trabajo. No me extraña. Así estamos a la cola del paro y de Europa. Casi a la altura de Grecia. Si no somos nadie. Sólo carne de cañón.
- Del pico de la lengua me lo acabas de quitar. Esto ya se ha convertido en un mercadeo barato, cuando no en un circo mediático. Si sólo se tratara de las infracciones de tráfico, y el cupo mínimo que a cada agente se le exige rellenar a destajo por cada una de sus cicateras jornada laborales, hasta es comprensible en cieto modo. Pero lo demás ya pasa de castaño oscuro. Vaya a ser que también anden tras un cupo mínimo de maltratadores que, forzosamente, tengan que rellenar los calabozos de cualquier Comisaría Inmunda y agotar el plazo máximo de de las 72 horas que contempla la ley a tal efecto.
- No te extrañe.
- Para nada.
- Por esa regla de tres, Adolfo, mi amigo del alma, y siguiendo aquella premisa de Groucho Marx: si “inteligencia militar son términos contradictorios”, bien podríamos decantarnos, perfectamente además, por aseverar que Orden de Alejamiento y Busca y Captura no lo son menos. Heme aquí, sin ir más lejos.
- En fin. Adónde iremos a parar.
- Eso. Dónde iremos a parar.
- Intentemos dormir un rato. Mañana será otro día.
- Eso. Mañana será otro día.
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